José Rafael Lantigua, ex ministro de cultura República Dominicana (D. Libre, 2-7-16)
Gabriel García Márquez solo había publicado un libro, su novela La hojarasca (1955), que es donde narra por primera vez la historia de Macondo, cuando decidió conocer los países que estaban detrás de la cortina de hierro.
Era aún un perfecto desconocido. La hojarasca vendría a ser descubierta por millares de lectores solo doce años después, en 1967, cuando apareció Cien años de soledad y las editoriales comenzaron a bombardear el mercado con las obras anteriores del colombiano a quienes muy pocos habían otorgado importancia. Conste que para entonces ya había dado a conocer El coronel no tiene quien le escriba (1961), La mala hora (1962) –a juicio de Plinio Apuleyo Mendoza, su mejor novela- y Los funerales de la Mamá Grande (también en 1962).
Todo comenzó hace 59 años. El Gabo seguía ejerciendo el oficio de reportero y cargaba encima cierta desilusión por la poca receptividad que había alcanzado su primer libro. Un periodista italiano, “corresponsal ocasional de revistas milanesas”, adquirió un auto francés y le dijo a su amigo que no sabía qué hacer con él, de modo que le propuso que se fueran a ver qué había detrás de la cortina de hierro. Dicho y hecho. A la aventura que significaba esa decisión terminó uniéndose una francesa de origen indochino que era diagramadora de una revista de París. Franco, Jacqueline y Gabriel emprendieron la marcha desde un café de Franckfort el 18 de junio de 1957 a las diez de la mañana. Venciendo obstáculos de toda naturaleza y desatendiendo advertencias de los gendarmes de la Alemania occidental, cruzaron la frontera y realizaron una travesía de seiscientos kilómetros para llegar a Berlín antes del anochecer y cruzar los ochocientos metros de blanco que separaban entonces los dos mundos. “El sol del atardecer se maduraba sobre una tierra sin cultivar, todavía despedazada por las botas y las armas como al día siguiente de la guerra. Esa era la cortina de hierro”, reportó tiempo después García Márquez cuando escribió la historia de los noventa días que duró la gira. Pronto, el Gabo y sus acompañantes se dieron cuenta que la cortina de hierro no era realmente una cortina de hierro. “Doce años de propaganda tenaz tienen más fuerza de convicción que todo el sistema filosófico. Veinticuatro horas diarias de literatura periodística terminan por derrotar el sentido común hasta el extremo de que uno tome las metáforas al pie de la letra”, reseñó el Gabo, para quien la cortina de hierro resultó ser “una barrera de palo pintada de rojo y blanco como los anuncios de las peluquerías”.
El formidable reportaje de ese viaje –en varios capítulos- que llevó a los tres citados por la entonces Alemania oriental, Praga, Hungría, Polonia y la URSS, apareció en un diario colombiano, pero solo se dio a conocer en forma de libro en 1978, o sea veintiún años después, cuando comenzaban ya a sentirse los vahidos terminales del malogrado socialismo. Bajo el título De viaje por los países socialistas, y en ediciones recientes De viaje por Europa del Este, el libro es el menos conocido por estos lares del premio nobel colombiano.
Al margen de la valoración negativa que hizo García Márquez en sus reportajes de los países socialistas y de algunas apreciaciones que terminaron siendo profecías, hay otro aspecto que llama la atención en estos deliciosos textos periodísticos que sirven de muestra de cómo se escribe una crónica de viaje desde la visión de un redactor de periódicos. Subrayo esta profecía, antes de entrar en materia. Escribía el Gabo en su visita a la Alemania comunista, treinta y dos años antes de que el muro de Berlín fuera destruido por millares de alemanes y con él se viniese abajo la estructura de poder que lo sostenía: “Se ha calculado que si estalla una guerra Berlín duraría veinte minutos. Pero si no estalla, dentro de cincuenta, cien años, cuando uno de los dos sistemas haya prevalecido sobre el otro, las dos Berlines serán una sola ciudad. Una monstruosa feria comercial hecha con las muestras gratis de los dos sistemas”. Justamente lo que sucedió después.
Y dijo más. Anotación que tuvo que esperar muchos años para que fuese realidad: “El pueblo no ve el desarrollo de la industria pesada, le importa un pito los huevos fritos al desayuno y lo único nuevo que ve es que Alemania está partida en dos y hay soldados rusos con ametralladoras. Los habitantes de Alemania Occidental ven exactamente lo mismo: el país dividido y soldados americanos en automóviles de último modelo. Ninguno de los dos protesta porque saben que perdieron la guerra y por el momento tienen la cabeza bajo el ala. Pero en secreto todos saben lo que quieren, antes de hablar de socialismo o de capitalismo: la unificación de Alemania y la evacuación de las tropas extranjeras”.
El otro aspecto de este libro con los reportajes de García Márquez en aquel recorrido por la Europa socialista, es el descubrimiento del narrador y su estilo que conoceríamos luego, y que fue el motivo –veinticinco años más tarde- de su arribo a Estocolmo en diciembre de 1982 para recibir el máximo lauro de las letras universales. En esas crónicas viajeras sale a flote el garcíamarquito que él diseñó años antes de Cien años de soledad y de toda su obra anterior y posterior a la novela cumbre de la lengua castellana del siglo veinte. La hojarasca da los primeros atisbos, pero yo los encuentro más pronunciado en estas crónicas de 1957. Veamos varios ejemplos, uno tras otro, para que ustedes comprueben si estoy en lo cierto:
“Los moscovitas –que en la calle son locuaces y comunicativos- viajan en el metro con el mismo fervor con que viajan las señoras occidentales en el tranvía metafísico de la misa de cinco”. (Puro garcíamarquito).
“Los polacos comían en silencio. Levantaban la cabeza para masticar, mientras contemplaban mi reloj con la expresión igualmente vaga y concentrada con que se ve una película”. (El realismo mágico haciendo sus pininos).
“Me condujo al hotel. Por la ventanilla del automóvil vi una ciudad escueta con grandes vacíos materiales, pero con mucha gente. Todo estaba perfectamente seco pero –no sé por qué- me pareció que en Varsovia había estado lloviendo sin tregua durante muchos años”. (¿Lo ven o no lo ven? ¿Antecedente de “Isabel viendo llover en Macondo”?).
“La reconstrucción de Varsovia es un esfuerzo nacional con muy pocos antecedentes. El gueto es ahora una plaza desierta y pelada, lisa como una mesa de carnicería. Así estaba el centro de la ciudad la mañana de la liberación. No sólo no había ciudad; no había ni siquiera polacos. Los que quedaron –ayudados por los que se repatriaron más tarde- se empeñaron en reconstruir piedra por piedra una ciudad de la cual no había quedado piedra sobre piedra, y lo hicieron con una especie de ferocidad vengativa, con la misma temeridad simbólica con que la caballería polaca se enfrentó a lanza con los tanques de Hitler”. (García Márquez iba refinando y puliendo el estilo propio que le daría nombre y trascendencia a su obra).
“Al cabo de muchas horas vacías, sofocados por el verano y la parsimonia de un tren sin horario, un niño y una vaca nos vieron pasar con el mismo estupor y enseguida empezó a atardecer sobre una interminable llanura sembrada de tabaco y girasoles”. (Así describía su gira por la inmensa planicie soviética. Si se observa bien se encontrará, junto al estilo, elementos que fueron apareciendo en sus novelas posteriores con acentuada presencia).
“Un kilómetro más allá de la isla Margarita, en el bajo Danubio, hay un denso sector proletario donde los obreros de Budapest viven y mueren amontonados. Hay unos bares cerrados, calientes y llenos de humo, cuya clientela consume enormes vasos de cerveza entre ese sostenido tableteo de ametralladora que es la conversación en lengua húngara… Yo hice el recorrido de esos bares al anochecer y comprobé que a pesar del régimen de fuerza, de la intervención soviética y de la aparente tranquilidad que reina en el país, el germen de la sublevación continúa vivo. Cuando yo entraba a los bares el tableteo se convertía en denso rumor. Nadie quiso hablar. Pero cuando la gente se calla –por miedo o por prejuicio- hay que entrar a los sanitarios para saber lo que piensa”.
Ese era el Gabriel García Márquez de 1957 cuando descubrió que la cortina de hierro no era más que un palo pintado de rojo y blanco, que Berlín era un disparate, que para una checa las medias de nylon eran una joya, que la URSS tenía 22 millones 400 mil kilómetros cuadrados sin un solo aviso de Coca-Cola, que en el mausoleo de la Plaza Roja Stalin dormía sin remordimientos y que el hombre soviético ya para entonces empezaba a cansarse de los contrastes. Todo lo que vino luego lo profetizó el Gabo en esos reportajes periodísticos y todo lo que fue el Nobel colombiano varios lustros después estaba ya escribiéndose en ese manual de garcíamarquismos que fue, sin dudas, esta crónica de turismo socialista que concluyó siendo la parranda irrepetible de noventa días con el desencanto.