José Rafael Lantigua, ex ministro de cultura República Dominicana (D. Libre 21-9-13)
Destrujillizar no era, sin dudas, lo que intentaban impulsar los consejeros de Estado de 1962. Desde su exilio, Balaguer se lo echaba en cara. Ponía como ejemplo la creación del Central Río Haina, la forma como numerosos campesinos habían sido despojados de sus tierras para dar paso a ese emporio azucarero; combatía acremente a «ciertas togas, encubridoras de falsas reputaciones» a quienes calificaba de «voraces» y mencionaba específicamente el despojo de que había sido víctima la familia Alfonseca, de Santiago, a causa de la participación de uno de sus miembros en la expedición de Cayo Confite, cuyas acciones en una casa comercial de la ciudad cibaeña fueron repartidas.
Para destrujillizar el país y sus instituciones, había primero que comenzar a destrujillizar el propio Consejo de Estado. Balaguer lo hacía saber claramente: «Trujillo desvalorizó los hombres, humilló la sociedad, tiró a la calle el honor de muchos pergaminos familiares y se burló del respeto debido a todas las consideraciones sociales». Era un lastre ignominioso que todavía perduraba, pues el Consejo destrujillizante mantenía vivo el Foro Público, donde se había mancillado «con morbosa delectación la buena fama de los ciudadanos más íntegros y donde se intrigó con la reputación de las familias más dignas».
Al margen de querencias y malquerencias, de que Balaguer buscaba cuidar su cabeza de un proceso destrujillizador que barriera con sus ocultas ambiciones durante más de tres décadas esperando que el mango cayera de la mata, el ex presidente títere daba en la diana cuando hablaba. Destrujillizar para Balaguer era liquidar el espionaje, la delación, las deportaciones, los expedientes intimidatorios. Era entregar los monopolios de la dictadura al usufructo exclusivo del pueblo. Era clausurar las mansiones, las fragatas, los yates de lujo. Era suprimir los contratos que dejaban jugosas comisiones.
Balaguer tenía razón en gran medida. Donde quizá Balaguer no tenía razón -era parte interesada en alguna forma y sabía que si el proceso de destrujillización se consolidaba institucionalmente él acabaría siendo perjudicado para siempre- era en la necesidad que planteaba de tolerancia. De tonto, ni un pelo.
La destrujillización traspasaba acciones empresariales sin conocimiento cabal de las mayorías, transformaba el comercio de influencias, repartía alegremente patrimonios que eran ya propiedad del Estado o de la suma de todos los ciudadanos. Pero no modificaba las estructuras militares, tan leales a Trujillo y tan comprometidas, en una parte muy apreciable, con sus desmanes; no iniciaba juicios convincentes, salvo algunos teatros, contra servidores del trujillato que, al cabo de los años vieron aumentar en vez de disminuir sus influencias sociales y económicas, y acabaron teniendo su participación en el régimen de Trujillo y su lealtad al dictador como virtudes para su posterior encumbramiento en la sociedad.
La destrujillización solo pudo condenar a los asesinos de las hermanas Mirabal, pero no pudo llegar al fondo de tantos abusos cometidos durante los años de la dictadura, cuyos responsables continuarían impertérritos en el recuerdo de sus hazañas, audaces en sus rentables glorias y firmemente condonadas sus deudas.
La destrujillización pues, acabó siendo un mito. Nadie podría confirmar hoy si fue mejor que así ocurriese o, sin embargo, si hubiese sido más provechoso para la democracia dominicana que todos los vestigios de la dictadura, incluyendo a sus personeros y personajes, sus grandes delitos y sus simples lealtades, sus ruines delaciones o sus guerrerías nimias, fueran incineradas por la historia, estableciendo responsabilidades y borrando la totalidad de sus ignominiosas servidumbres.
El primer paso tal vez podría parecer hoy desacertado y así lo creen algunos sectores intelectuales. Empero, creemos nosotros que ese fue el paso que dictó la hora y las conveniencias. Destrujillizar por completo, visto al cabo de cincuenta años, no era una posibilidad abierta a la realidad de aquella época. Los mismos victimarios del momento podrían haber acabado siendo sus propias víctimas. Para destrujillizar era necesario que las órdenes emanasen de los reales perjudicados por la dictadura, de la juventud aguerrida que enfrentó al tirano y sufrió en sus ergástulas la sed de sangre de sus sicarios. Era necesaria la presencia en el escenario del poder del exilio sano y vigorosamente antitrujillista que no estaba dispuesto a ceder, sino a transformar y a recomponer la vida nacional.
Muchos sistemas de presión y represión del trujillato fueron traspasados a las nuevas direcciones políticas durante esta etapa, y esa herencia acabó siendo recogida por el nuevo Balaguer que comenzó a dirigir, ahora con fuerza y destino propio, la cosa pública a partir de julio de 1966.
Es probable que esa juventud aguerrida que, en su momento, tuvo una fuerza impactante en un amplio sector de la población, no pudo vislumbrar con certeza sus reales desafíos y se perdió en el agresivo tejido político del momento. La ideología acabó oscureciendo la visión política, la táctica se comió a la estrategia y los resultados fueron contundentemente demoledores. Basta leer el certero examen que hace de esa realidad Rafael Chaljub Mejía en su libro reciente sobre Manolo Tavárez, para comprender los yerros cometidos durante este interregno histórico por quienes estaban llamados, por múltiples razones, a liderar este proceso.
Las pautas, lamentablemente, fueron marcadas por otros. Y esos otros, o parte de ellos para no ser injustos, cerrarían filas en el cercenamiento democrático perpetrado en el madrugonazo del 25 de septiembre del año siguiente. Y la fuerza que les faltó para realizar un proceso de destrujillización eficaz, la utilizaron para crear de nuevo exilio, persecución y muerte, en ese otro proceso infame que fue la eliminación de los integrantes de grupos de izquierda revolucionaria o lo que fue lo mismo, la «descomunización» que arrastró no pocas acciones copiadas de la barbarie trujillista.
Entre los que marcaron pautas en aquellas horas estuvo, en primera fila, Joaquín Balaguer. Resultaba insólito, pero así fue. Balaguer los conocía débiles y su inteligencia y experiencia política se los comía vivos a todos. A los que no dejó atrás y logró que la historia los llevase al olvido, los puso a su servicio durante los años en que presidió sus duros gobiernos.
Criticaron a Bosch porque con sabiduría política, conceptualización intelectiva, conocimiento cabal de la historia y sólida experiencia personal -cualidades inexistentes en sus contrarios- entendió como nadie la fuerza gravitante del trujillismo y en vez de látigos ofreció una cuenta nueva que le permitió ascender al poder meses más tarde. La votación mayoritaria a su favor no provino de los trujillistas (error de apreciación que todavía algunos enarbolan) sino del pueblo que, en el fondo, temía al porvenir a causa del oscurantismo en que había vivido durante tres décadas y se fue tras el líder que junto a nuevas perspectivas intentaba borrar las secuelas dejadas por la dictadura, pero de un modo menos brusco e inseguro que el de las huestes cívicas. Por el tablazo político que significó la victoria de Bosch, no pudieron jamás sus enemigos dormir tranquilos y todos conocemos lo que pasó después.
Los antitrujillistas de nuevo cuño no supieron marcar sus pautas. No tenían objetivos claros, y eso les hizo perder la perspectiva. La actitud de los cívicos de convertir su organización patriótica en partido político barría con las proclamas redentoras y las aspiraciones democráticas que surgían por doquier. El nuevo discurso inauguraba una era de contradicciones en la que Balaguer, un poco al viento de las circunstancias y las coyunturas, un poco al calor de sus propias e inteligentes estrategias, acabaría siendo el gran beneficiado. La historia se encargaría de reprochar a los prohijadores de la que fue, sin dudas, la más vibrante y hermosa efeméride de la nueva vida dominicana, sus ditirambos, sus vacilaciones, sus glotonerías de poder y sus cobardías.