Karen J. Greenberg (Rebelion, 30-5-18)
La negación de los grupos marginados y de los vulnerables en la sociedad, incluyendo los “refugiados”, no se ha limitado al CDC. Por ejemplo, también llamó la atención que el Servicio de Ciudadanía e Inmigración de EEUU (USCIS, por sus siglas en inglés) retirara el eslogan “Nación de inmigrantes” de su declaración de intenciones, en la que ahora se lee:
“El Servicio de Ciudadanía e Inmigración de EEUU administra el sistema de inmigración legal de la nación, salvaguardando su integridad y promesa mediante la adjudicación eficiente y justa de las solicitudes de beneficios de inmigración al mismo tiempo que protege a los estadounidenses, hace más segura la patria y honra nuestros valores”.
Dadas las últimas noticias de la frontera que hablan de niños cruelmente separados de sus padres y la reciente reprimenda presidencial a sus ministros por no haber asegurado aún eficientemente la frontera, nadie debería sorprenderse si la “seguridad” y los “valores” dieran un golpe mortal a los “inmigrantes” y a la inclusión en esa declaración de intenciones. Así, también, esta mentalidad ha dejado su marca en otra agencia creada para ayudar a los necesitados. El departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano, dirigido por Ben Carson, ha desechado las expresiones “libre de discriminación”, “casas de calidad” y “comunidades inclusivas” en favor de otras como “autosuficiencia” y “oportunidad”. Dicho de otro modo, el acento está puesto en lo individual y libera al Estado de cualquier responsabilidad.
Trump no es el primer presidente que valora la importancia del lenguaje como una herramienta política que puede utilizarse conscientemente para una finalidad práctica. Barack Obama, por ejemplo, prohibió tanto la expresión “guerra contra el terror” –aplicada a los interminables conflictos bélicos estadounidenses después del 11-S en todo el Gran Oriente Medio y África– como la de “terroristas islámicos” contra quienes nosotros combatíamos, incluso a pesar de que esa “guerra” continuaba. Aun así, el actual presidente quizá sea el primero cuya administración no ha vacilado en eliminar palabras asociadas con los principios fundacionales de este país, entre ellos “democracia”, “honestidad” y “transparencia”.
Poniendo un punto de oro en el apartamiento de los valores centrales, el departamento de Estado, por ejemplo, eliminó la palabra “democrático” de su declaración de intenciones y abandonó la noción de que tanto el departamento como el país promocionarían la democracia en el resto del mundo. En su nueva declaración de intenciones, entre las palabras desaparecidas también están “pacífica” y “justa”. Del mismo modo, la declaración de intenciones de la agencia estadounidense para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés) se alejó de su anterior énfasis en que proponía “acabar con la pobreza extrema y promover el avance de sociedades fuertes y democráticas que sean capaces de desarrollar su potencial”; ahora, su objetivo es “apoyar a los amigos para que lleguen a ser independientes y capaces de liderar su propio desarrollo”, principalmente mediante el aumento de la seguridad (lo que incluye, supongo, la compra de armamento estadounidense) y la expansión de los mercados.
Junto con una menor consideración por la noción de inclusión y por la colaboración para que los países empobrecidos puedan mejorar su situación mediante la ayuda, la idea de la protección de las libertades civiles ha caído en picado. El primer nombramiento del presidente Trump para dirigir el centro de detención de Guantánamo, contraalmirante Edward Cashman, por ejemplo, quitó las palabras “legal” y “transparente” de la declaración de intenciones del establecimiento carcelario. Del mismo modo, el departamento de Justicia ha eliminado la parte del sitio web consagrada a “la necesidad de una prensa libre y el juicio público”.
¿Un ministerio de Propaganda?
Mientras tanto, en un conjunto de incumplimientos paralelos, continúa el desmembramiento de agencias creadas para honrar y proteger la paz y los derechos civiles fundamentales –tanto en el interior del país como en el extranjero–. Hasta este momento**, por ejemplo, menos de la mitad de los altos cargos del departamento de Estado han sido ocupados y confirmados. Las consecuencias están a la vista: embajadores en países muy importantes en zonas actualmente en tensión y el mismísimo concepto de la diplomacia que podría acompañarlos han desaparecido en acción. Entre ellos, los embajadores en Libia, Somalia, Arabia Saudita, Corea del Sur, Sudan, los Emiratos Árabes Unidos y Siria. Mientras esto ocurre, en el primer año de la era Trump, cerca de 2.000 diplomáticos de carrera y empleados civiles han sido expulsados del departamento, y cuando el secretario de Estado Rex Tillerson tomo el camino de tantos otros nombrados por Trump, los puestos más altos de la secretaría habían sido reducidos a la mitad. En un mundo orwelliano, las agencias son dotadas con un equipo mínimo y sin liderazgo; de este modo, resulta más fácil hacer que tomen una nueva y nefasta dirección.
De la misma manera, la administración Trump demasiado a menudo se ha esforzado en negar o borrar los hechos ocurridos. No es solo una cuestión de información presidencial metódicamente mentirosa y tergiversadora, sino de un sistemático desprecio de la realidad que también puede observarse en los sitios web del gobierno, en los que toda información objetiva ha sido arrojada al agujero de la memoria. El mismo día de la toma de posesión del presidente Trump desaparecieron las referencias al cambio climático en la página web de la Casa Blanca. Por ejemplo, muchos enlaces y artículos relacionados con el cambio climático que habían sido puestos en los años de Obama, fueron eliminados rápidamente en el sitio web del departamento de Estado; otros sitios web de distintas agencias se ajustaron a la misma pauta.
Del mismo modo, el sitio web de la Casa Blanca borró las páginas que informaban sobre la política federal relacionada con las personas discapacitadas y en su lugar dejaron este mensaje para los ciudadanos interesados: “Usted no está autorizado a acceder a esta página”. Es evidente que la administración no se siente responsable de informar al público de sus actividades, incluyendo aquellas que podrían dañar la consideración hacia los estadounidenses que están en todo el mundo. Hace poco tiempo, la administración Trump dejo de informar sobre las muertes de civiles ocurridas en ataques con drones estadounidenses, un requisito que debía cumplirse una vez al año a partir de una orden del presidente Obama en 2016. Un portavoz de la Casa Blanca explicó que ese requisito informativo estaba “en revisión” y podía verse “modificado” o “revocado”.
Ese criterio acerca de lo que el público debe saber y lo que no debe saber y sobre lo que debe estar disponible al público por parte del gobierno, incluso en teoría, ha sido tachado históricamente de fascista, estalinista, totalitario o autoritario. Sin embargo, no alcanza con etiquetarlo; lo importante es el reconocimiento de que –más allá del rótulo que se le ponga– estamos ante una estrategia en marcha. De hecho, esta es una administración mucho menos ad hoc e inexperta de lo que suponen los expertos y políticos. A quienes acompañan a Trump les gusta hablar de la diligencia que caracteriza a la actual toma de decisiones en la Casa Blanca, pero la coordinada, incesante y consecuente agresión a las palabras, las expresiones y el lenguaje que desagradan a quienes hoy gobiernan parece contradecir esa idea.
Evidentemente, lo que estamos viviendo es un ataque coordinado a la antigua definición estadounidense de la realidad. La pregunta que surge es: ¿de dónde vienen esas directivas? ¿Quién ha identificado las palabras y conceptos que deben ser eliminados del diccionario de Estados Unidos? Aunque desconocido para nosotros, ¿hay acaso un virtual ministro o ministerio de Propaganda en alguna parte? ¿Hay alguien controlando y documentando la evolución de semejante estrategia? ¿Y cuáles son exactamente los próximos pasos del plan?
Sean cuales sean las circunstancias en lo que esto está pasando, ciertamente se trata de una audaz tentativa de usar el lenguaje como una senda que en la que se nos trasladará de una realidad –la de los 250 años de historia de Estados Unidos y su evolución hacia la inclusión, la diversidad, la igualdad de derechos para las minorías, y la libertad y la justicia para todos– a otra situación; esa en la que se pergeña una transformación conducida por la oligarquía y centrada en la intolerancia, la separación racial y étnica, la discriminación, la ignorancia (en reemplazo de la ciencia) y en la creación de un país cuyos valores son la impiedad y la codicia.
Quizá valga la pena recordar las palabras de Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda del nacionalsocialista Hitler. Él tenía una posición muy clara respecto de la importancia de ocultar el objetivo final de su peculiar campaña contra la democracia y la verdad: “El secreto de la propaganda”, decía, “es penetrar en la persona a la que su mensaje está dirigido para apoderarse de ella sin que siquiera se dé cuenta de lo que pasa”.
Este trabajo es una palabra de advertencia para las personas sensatas. Tal vez, en lugar de denigrar la incompetencia del presidente Trump y el aparente desorden de su gobierno, podría ser valioso dar un paso atrás y preguntarnos si acaso habría un objetivo mayor: concretamente, desmontar la democracia empezando por sus palabras más valiosas.