Marcio Veloz Maggiolo (27-7-18)
Cuando en l958 entré a la casa de Antonio fui a ver el pequeño cuarto donde mis sueños literarios promovidos por los libres de mi tía Enriqueta nacieron al recibir el tomo de cuentos de Alibaba y el Corazón, de Edmundo de Amicis, mis recuerdos de aquella casa, ahora vivienda sorpresiva de mi profesor, retornaron a mis años de infancia.
Cuando le dije a Antonio que había vivido en la que ahora era su casa puso cara de asombro: la casa de Antonio era una casa con la cual soñaba porque se había grabado en mi desde la infancia en la que aprendía las letras iniciales, la música que ejecutaban mis primas, y las letras de la antigua trova en la voz de tío Miquico, a la vez que emergían las imágenes de Colombina Canario, de voz canora, recuerdos dulces, y alegría primaveral, me enseñaba las primeras letras, .
Del presente de la casa de Antonio recuerdo las mismas habitaciones y el lugar de los libros, recuerdo a Pilar, su mujer, a sus dos cariñosos hijos, Rafael y Maripili, de quienes con la nefasta separación de sus padres no supe más; pero de ese presenta anexo a mi afecto por Antonio, me quedan las enseñanzas de Antonio a partir del 1957, pero oh manes del destino, como diría cierto político, también me queda la mecedora en la cual me sentaba, muchos años antes, cuando viniendo desde casa mis padres me enviaban bajo el cuido de uno de los trabajadores de “la fábrica”, desde la calle Ravelo 57 a pie y despacio miraba hacia la puerta con ventanas de visillos, de donde surgía a veces aquella voz, que aun siendo muy niño me impresionaba; la ventana frontal de aquella casa situada en la calle Francisco Cerón y Duarte era en ocasiones el marco de un rostro y el entorno de una voz que como luego lo hacía en el manicomio, surgía como por encanto; varias veces miré hacia la ventana con voz y sospeché que la ventana era la dueña de una voz, fantasmal, para muchos desaparecida, y para mi inaugural: recordaba a mi padre con su disco de 78 escuchando la voz del mulato, negro para otros, indio para muchos, hindú , y en mi trayecto fijaba yo la vista y el oído, porque mis padres me habían hablado de Eleuterio, aquel tenor de Puerto Plata cuya fama por sus éxitos lo transformaron en Eduardo, guarachero, complemento de “Los Cubanitos”, amigo de Eliseo Grenet, el que recorrió con su esposa Rosa Elena Brito (Bobadilla) el mundo conocido, como cualquier Alejandro el Grande, llevando en vez de sable en su mano, y la cabeza yelmo musical de conquistador, el brillo metálico de una voz de acero, timbre de barítono ligero, en las letras de la zarzuela Los Gavilanes, del maestro Jacinto Guerrero, que rompía, melodioso, todos los prejuicios llenando de asombro a los racistas.
Esa locura melódica la refiere Antonio Zaglul, en su obra Cosas de Locos, cuando Brito, ya vencido por la sífilis incurable, y el vuelo de las gaviotas le tocaba el sentimiento, se iba a la playa de Nigua, patio del Manicomio, a cantar trozos de zarzuelas.
