Xavier Villar (Hispantv, 3-6-25)
En el 36.º aniversario del fallecimiento del Imam Ruholá Jomeini, figura central de la Revolución Islámica de 1979 en Irán, su pensamiento continúa influyendo no solo en el rumbo político de la República Islámica, sino también en los debates más amplios sobre la relación entre Islam y lo político en el mundo musulmán.
Lejos de ser un simple episodio de cambio de régimen, la Revolución Islámica supuso, para muchos de sus seguidores, una ruptura profunda con el paradigma político moderno dominante. En el corazón de este movimiento se encontraba una idea clave: que el islam no debía reducirse a una práctica espiritual o ritual, sino que podía ofrecer un modelo alternativo de organización política, cultural y social, articulado desde una tradición propia.
El islamismo, entendido como la formulación política elaborada por el ayatolá Jomeini —según la cual el islam debe ocupar un lugar central en la esfera pública y en la configuración del poder—, presenta una serie de rasgos compartidos. Entre ellos destaca la convicción de que Occidente ha perdido su hegemonía normativa; la superación del Estado-nación como único marco legítimo de organización política; y la necesidad de un poder islámico capaz de representar y defender a la umma —la comunidad global de creyentes— en el escenario internacional.
En este contexto, la República Islámica de Irán se presenta a sí misma como un actor político con capacidad autónoma de representación, alejado de los dictados de las potencias occidentales y articulado desde una gramática política propia.
Una de las claves conceptuales de esta propuesta reside en la distinción entre islamismo e islamización. Mientras el primero aspira a estructurar el orden político a partir de los principios del islam, la islamización suele limitarse a la visibilización cultural o moral de elementos religiosos sin cuestionar el marco político heredado —por lo general, de inspiración occidental o colonial. En esta lógica, corrientes como el salafismo o el wahabismo serían más bien expresiones de islamización.
Jomeini habría comprendido que la mirada orientalista seguía siendo el prisma predominante desde el cual se interpretan las sociedades musulmanas situadas al margen del relato eurocéntrico. Bajo esta óptica, se parte del supuesto de que la ideología occidental —con sus categorías, métodos y valores— posee un carácter universal, válido para analizar y explicar cualquier realidad, incluso aquellas ajenas a su origen histórico y cultural.
El islamismo, sin embargo, impugna esta premisa. Desde esta corriente de pensamiento, Occidente no se define como un espacio geográfico concreto, sino como una ideología: un sistema de pensamiento que se presenta como neutro, pero que en realidad impone sus propios límites epistémicos al interpretar lo no occidental. La crítica islamista, en este sentido, no es sólo política, sino también epistemológica: se trata de cuestionar la legitimidad del marco conceptual desde el cual se ha pretendido comprender el mundo islámico.
Según los islamistas, la visión normativa occidental parte de la premisa de que el islam no puede constituirse como una herramienta política válida. Desde esta perspectiva, plantear al islam como una identidad política alternativa al régimen Pahlaví sería considerado una distracción respecto a las causas reales y profundas de la revolución. En ese sentido, el islam quedaría reducido a un mero epifenómeno, una cortina de humo sin capacidad para transformar el orden político.
El pensamiento de Jomeini surge en oposición al eurocentrismo. No solo se trató del derrocamiento de la dinastía Pahlaví (1925-1979), sino también de romper con el marco orientalista que consideraba a los musulmanes como carentes de agencia política. Esta oposición al eurocentrismo se manifestó en la búsqueda de una transformación cultural orientada a la “desoccidentalización” de la sociedad iraní.
La Revolución Islámica de 1979 en Irán ha sido objeto de múltiples interpretaciones, desde enfoques sociológicos y teológicos hasta análisis geopolíticos y culturales. Sin embargo, rara vez se ha abordado como un acontecimiento epistémico en el sentido pleno del término: no simplemente como un cambio de régimen o una anomalía histórica, sino como una irrupción que desestabiliza los mismos marcos desde los cuales se ha pensado la política en la modernidad.
Desde esta perspectiva teórica, la Revolución Islámica no se presenta como un retroceso teocrático ni como una excepción dentro del proceso de secularización, sino como una ruptura epistémica: una forma radical de cuestionamiento al orden político moderno, fundamentado en la soberanía teológico-cristiana. Lo que está en disputa no es solo el contenido ideológico de un nuevo Estado, sino la propia configuración del campo político tal como fue constituido por el pensamiento occidental. En este sentido, la revolución puede interpretarse como un intento de reconfigurar lo político desde un lugar distinto, fuera del paradigma occidental que reducía lo islámico a lo premoderno o irracional.
La historiografía islamista interpreta esta revolución como la primera que no siguió la gramática occidental, lo que la hizo impredecible para académicos y expertos. Un ejemplo recurrente es el libro Iran: Dictatorship and Development, escrito por Fred Halliday apenas meses antes de la revolución de 1979. En esta obra, Halliday intenta prever los posibles escenarios tras la caída de la dinastía Pahlavi, algo que por entonces ya resultaba evidente. Sin embargo, en sus múltiples predicciones nunca contempla la posibilidad de una revolución islámica, sino que plantea alternativas como un gobierno nacionalista, socialista o incluso una nueva monarquía.
Que la opción de una revolución islámica no estuviera ni siquiera considerada sirvió a los islamistas para criticar la perspectiva política occidental, que, según ellos, no era capaz de concebir el Islam como una herramienta política. En otras palabras, la posibilidad de utilizar el lenguaje islámico para alcanzar una emancipación política era, y sigue siendo, inimaginable dentro del relato occidental.
Jomeini construyó una identidad autónoma con el Islam como punto nodal. Según esta interpretación, el fundador habría negado la universalidad de la epistemología occidental y, al mismo tiempo, desafiado la secuencia histórica conocida como “de Platón a la OTAN”.
La revolución se habría materializado como una identidad islámica inserta en una genealogía alternativa de resistencia anticolonial, con una gramática propia que no puede expresarse en el lenguaje occidental de la liberación nacional ni del marxismo.
De este modo, el Imam Jomeini, a través de su pensamiento político, habría dado respuesta a una de las preguntas más apremiantes para el islamismo: ¿cómo pueden los musulmanes vivir políticamente, como musulmanes, en el mundo contemporáneo?
La importancia de Jomeini se manifiesta en su proyecto político, que intentó —y logró, según sus seguidores— desplazar a Occidente como discurso normativo. Este proceso se llevó a cabo utilizando exclusivamente el lenguaje de la tradición islámica, sin ninguna referencia a doctrinas políticas consideradas occidentales, a diferencia de otros reformistas islámicos.
Jomeini escribía como si la gramática occidental no existiera. Para sus seguidores, esta irrelevancia es fundamental, pues significó la materialización de una identidad política musulmana autónoma. Que Jomeini escribiese como si Occidente no existiese también implica que el Islam no puede reducirse a la categoría de “religión”.
Desde esta perspectiva, la idea de “religión” es un producto de la Ilustración europea, un modelo que se ha exportado globalmente. Aceptar la universalización de la categoría “religión” implica ignorar que se trata de un proyecto que pretende presentar la historia local europea como un relato universal. El islamismo denuncia esta imposición de normas epistémicas occidentales sobre las tradiciones islámicas.
Religión como categoría colonial
La idea de que existe algo universal bajo el nombre de “religión” supone una esencia transhistórica que desatiende las diferencias entre los diversos proyectos que invocan la figura de Dios. Desde la perspectiva de la República Islámica, hablar de “religión” implica aceptar su carácter de creencia privada y separada de lo político, tal y como se entiende en Occidente. Por ello, el discurso sobre la religión solo se comprende en su relación con la narrativa del secularismo.
El secularismo no debe entenderse simplemente como la ausencia o exclusión de la religión en el espacio público, sino como un proyecto normativo que establece sus propios límites. Para la República Islámica, el secularismo no es ni natural ni la culminación de un proceso histórico; es un discurso disciplinario, una modalidad política que valida ciertas sensibilidades políticas y excluye otras considerándolas amenazas.
El uso del lenguaje religioso no es solo un ejercicio descriptivo, sino que tiene una clara intención prescriptiva: el objetivo final es regular el espacio del Islam.
Jomeini recoge esta idea de que el Islam no puede reducirse a la categoría colonial de “religión” cuando afirma:
“Si nosotros, los musulmanes, no hacemos más que rezar, rogar a Dios e invocar su nombre, los imperialistas y los gobiernos opresores nos dejarán en paz. Si hubiésemos dicho: concentremos nuestras energías en la llamada a la oración durante 24 horas y recemos, o: dejemos que nos roben todo lo que tenemos, que Dios se hará cargo de ello, pues no hay poder mayor que Dios y seremos recompensados en el más allá, entonces no nos habrían molestado.”
La idea de Jomeini es que el Islam no puede reducirse a una cuestión ritualista o moralista desprovista de esencia política. Es precisamente la articulación política del Islam lo que impide su disolución.
El islamismo de la República Islámica
Una de las diferencias fundamentales que expresa el islamismo iraní, en contraste con otros proyectos de islamización regional, es que el Islam no puede reducirse a una serie de características fijas y limitadas. Esta idea queda reflejada en varias cartas que Jomeini dirigió al entonces presidente y actual líder supremo iraní, Ali Khamenei. En esos escritos, Jomeini sostiene que la República Islámica puede llegar a modificar o incluso abrogar cualquier manifestación concreta del Islam si ello es necesario para garantizar su supervivencia. Mientras algunos expertos interpretan esta postura como una expresión del pensamiento nacionalista de Jomeini, otros lo ven como la afirmación de un Islam que trasciende sus manifestaciones históricas para proyectarse siempre más allá de ellas.
Otra característica del Jomeinismo es que, aunque Jomeini se consideraba seguidor de la escuela jafaría —la principal escuela jurídica del chiismo—, su práctica política es entendida como un intento de acercar sunismo y chiismo bajo lo que los expertos denominan una “visión post-mazhabi” —mazhab o madhhab significa “escuela jurídica” en árabe—. Esta búsqueda de unidad islámica es clave para comprender la autodefinición de la República Islámica como un hogar político para todos los musulmanes, configurándose como un poder capaz de defender a toda la comunidad islámica frente a las agresiones de Occidente.
Un último pilar fundamental del Jomeinismo es la doctrina de la Wilayat al-faqih, traducida como “gobierno del jurista”, que representa la visión política más relevante de esta corriente. Los diversos sermones que Jomeini pronunció en la ciudad iraquí de Nayaf, donde estuvo exiliado en 1970, fueron recopilados en un libro por sus estudiantes. Esta doctrina rompe con el tradicional quietismo político chií, conocido como intizar, que implica esperar pasivamente la llegada del Imam Mahdi —quien, según la tradición chií, está oculto y retornará al final de los tiempos para instaurar la justicia y la igualdad en la tierra—, y aceptar la ilegitimidad de cualquier gobierno durante su ausencia.
Jomeini transforma esta concepción, repolitizando el chiismo y superando la idea de quietismo. En lugar de esperar pasivamente, la noción pasa a ser la creación activa de las condiciones políticas y sociales necesarias para su manifestación.
De acuerdo con esta visión, Jomeini habría comprendido que la solución a los problemas de Irán y de la comunidad islámica en general no es una cuestión meramente teológica, sino un desafío político que requiere respuestas concretas en ese ámbito.
De hecho, Jomeini logró crear una identidad política islámica capaz de trascender las divisiones nacionales y sectarias. Su propuesta concibe la agencia política como la capacidad de los musulmanes para decolonizarse a sí mismos y reconfigurar sus sociedades dentro de una tradición histórica islámica. Esta decolonización apunta al desmantelamiento del orden colonial global.
Por ello, para sus seguidores, la importancia de Jomeini radica en su capacidad para romper la identificación entre “universal” y “Occidente”. En otras palabras, gracias al Jomeinismo, Occidente es revelado como un particularismo más dentro del mundo político global.
La Revolución Islámica fue la oportunidad de construir un orden político prácticamente ex nihilo, movilizando una subjetividad musulmana no a partir de la etnicidad o la lengua, sino desde una identidad compartida como creyentes. Esta politización del islam fue precisamente lo que la modernidad occidental —con su impulso secularizador y homogeneizador— trató de reprimir y relegar a la esfera privada.
Jomeini no fue solo el símbolo de esa revolución: fue el artífice de una visión política del islam que rechazó el papel asignado por la modernidad occidental. Su figura representa una crítica profunda a ese modelo, no solo como rechazo puntual de sus presupuestos, sino como proyección de un futuro radicalmente distinto, más allá de las categorías impuestas por el centro hegemónico del poder occidental.