Economia Internacionales

¿Salvación para Gaza o neocolonialismo encubierto?

Escrito por Debate Plural

Alejandro Marcó del Pont (El tábano economista, 20-10-25)

La «reconstrucción» de Gaza cocina un nuevo orden colonial (El Tábano Economista)

El humo de las explosiones aún no se disipa en Gaza, donde las ruinas de lo que fue una vez un territorio vibrante yacen como un testimonio mudo de la devastación. Según estimaciones del Banco Mundial y la ONU, la reconstrucción requerirá al menos 70.000 millones de dólares y décadas de esfuerzo. En este contexto de desesperación, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, irrumpió el 29 de septiembre de 2025 con su ambicioso «Plan de paz para Gaza de 20 puntos«, un esquema que promete no solo un alto el fuego, sino una «Nueva Gaza»: desmilitarizada, próspera y, supuestamente, soberana. La fachada brillante de una operación que pretende, en realidad, institucionalizar un nuevo tipo de soberanía limitada.

En el corazón de este mecanismo late la Junta de Paz, un organismo internacional que gestionará 53.000 millones de dólares y supervisará la transición política. Lejos de ser un faro de esperanza, esta Junta se erige como la herramienta central de un proyecto que huele a neocolonialismo del siglo XXI, un híbrido de capitalismo de desastre, gestión tecnocrática y un sustrato ideológico con fuentes en pensamiento neorreaccionario.

La composición de la Junta, de 15 miembros —ocho palestinos, cuatro israelíes y tres internacionales— es un ejercicio de ilusionismo político. Bajo una apariencia de equilibrio, esconde una orquestación meticulosa para vaciar de contenido cualquier atisbo de autodeterminación palestina. Los ocho representantes palestinos son tecnócratas seleccionados por una Autoridad Palestina moribunda y sometidos al veto explícito de Israel, lo que excluye de facto a cualquier voz disidente o simplemente representativa de la compleja realidad gazatí.

Son, en esencia, administradores sin legitimidad popular en un territorio donde el 70% de la población es menor de 30 años y no ha votado desde 2006, es decir, nunca. Mientras, los cuatro miembros israelíes, procedentes de los ministerios de Defensa y Finanzas, actúan como los guardianes de un único principio rector: que ninguna piedra que se coloque o que ningún cable que se tienda pueda interpretarse como una amenaza para la seguridad israelí, un concepto elástico que en la práctica justifica el control perpetuo. La presencia de Egipto, Jordania y la ONU como árbitros se diluye ante el verdadero poder ejecutivo: la dupla Trump-Blair en la presidencia y copresidencia, una asociación que trasciende lo diplomático para adentrarse en el terreno de la ingeniería social con fines de lucro.

La Junta de Paz no nació de la nada. Es la encarnación, con ligeros retoques, de la polémica propuesta que Tony Blair ha estado puliendo en pasillos y think tanks: la Autoridad Transitoria Internacional de Gaza (GITA, por sus siglas en inglés). Según los documentos analizados, la idea de Blair proponía exactamente esto: un “gobierno de administración internacional” que asumiría la plena autoridad ejecutiva en Gaza, gobernando a través de una serie de “comisionados” designados para áreas críticas como seguridad, finanzas y reconstrucción.

Este organismo, tal como Blair lo imaginaba, respondería finalmente al Consejo de Seguridad de la ONU, pero en la práctica, su arquitectura concentraba el poder en una élite no electa. La Junta de Paz es la Autoridad Transitoria (GITA) vestida de consenso, un caballo de Troya que introduce bajo el paraguas de la “paz” un modelo de gobernanza que suspende la soberanía local en nombre de la eficiencia y la estabilidad.

No es casualidad que los analistas del RAND Corporation adviertan que el alto el fuego actual podría ser solo un “interludio” antes del próximo estallido, precisamente porque estas marquesinas políticas, que eluden abordar las causas raíz del conflicto —la ocupación, el bloqueo, la falta de derechos— no construyen paz, que sino gestionan el conflicto.

Este modelo encuentra su justificación intelectual en las corrientes más oscuras del pensamiento contemporáneo. La visión de Blair, y por extensión de la Junta de Paz, una gobernanza dirigida por tecnócratas y validada por algoritmos —como la prometida supervisión blockchain de los fondos— resuena inquietantemente con las ideas del neorreaccionarismo, cuya figura intelectual más prominente, Curtis Yarvin, aboga abiertamente por el “gobierno de los mejores” (una aristocracia tecnocrática) y desprecia la democracia liberal como un sistema disfuncional.

Yarvin, cuyo pensamiento ha sido minuciosamente cartografiado, argumenta que la soberanía debe residir en un poder ejecutivo fuerte e incontestable, liberado de las cadenas del consentimiento popular. La estructura de la Junta de Paz, que margina a la población local y centraliza la toma de decisiones en una cúpula presidida por figuras como Trump y Blair, parece la puesta en práctica de este manual. Es la “razón de Estado” disfrazada de ayuda humanitaria, un experimento para probar si es posible gobernar un territorio no a través de la fuerza bruta, sino como un sistema de administración que se presenta como apolítico, neutral y técnico, mientras redefinen por completo las reglas de la soberanía.

Como se apunta en nuestro análisis sobre algoritmos e imperio, la tecnología no es neutral; es la extensión de una lógica de poder. No es casual que Tony Blair y el dueño de Oracle, Larry Ellison, reciente comprador de TikTok, estén detrás de la reconstrucción. El blockchain de la Junta de Paz no es solo una herramienta de transparencia, es el mecanismo de vigilancia apoyada por Oracle y Palantir, es decir, Israel, que garantiza que la reconstrucción se comprima estrictamente a los parámetros dictados por los guardianes del orden.

El financiamiento, los 53.000 millones de dólares que Egipto promovió con tanto ahínco en su cumbre de marzo de 2025, es el cebo de esta trampa, delegando la autoridad de ejecución a un organismo internacional. Ahí reside la paradoja: los fondos son árabes, pero el control es occidental. Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y la Unión Europea aportan el capital, movidos por una mezcla de intereses geoestratégicos y el deseo de contener la inestabilidad, pero es la dupla Trump-Blair quien tiene la llave de la caja fuerte. Y es aquí donde la historial de Tony Blair resulta aleccionadora.

Como se ha documentado ampliamente, su “Instituto Tony Blair para el Cambio Global” ha recibido donaciones de regímenes autoritarios y sus lazos con grandes corporaciones son profundos. Su visión para Gaza, que prioriza megaproyectos como el campo de gas Gaza Marine —impulsado por aliados como Oracle— o la creación de “zonas económicas especiales”, repite la receta del “capitalismo del desastre” descrito por Naomi Klein: usar la conmoción postconflicto para imponer una terapia de choque económica que beneficia a inversores extranjeros.

La promesa de convertir Gaza en un “centro tecnológico mediterráneo” suena a modernidad, pero en un contexto de destrucción total y control externo, se parece más a un plan para crear un prototipo de territorio neoliberal, donde la soberanía sobre los recursos y la economía se intercambia por infraestructuras relucientes. Como advirtió un economista palestino, “Gaza no necesita un Dubai; necesita justicia económica”. Lo que se está cocinando, sin embargo, es un paraíso para las corporaciones y una jaula de oro para los palestinos.

Los documentos que otorgan legitimidad a este entramado— El Plan de Paz para Gaza de 20 Puntos, la Resolución 2735 del Consejo de Seguridad de la ONU y la Carta de la GITA forman una maraña legal que consolida este nuevo statu quo. Son textos que convierten la asimetría de poder en derecho internacional. La Hoja de Ruta del Cuarteto integrado por la Unión Europea, Rusia, las Naciones Unidas y los Estados Unidos, actualizada, sigue prometiendo un Estado palestino en un horizonte siempre movedizo, condicionado a reformas que una Autoridad Palestina debilitada y desacreditada difícilmente puede cumplir.

Este marco no es neutral; es, como señaló la relatora de la ONU Francesca Albanese, “una fachada para perpetuar la ocupación bajo un barniz humanitario”. La Fuerza de Estabilización Internacional de 10.000 soldados egipcios y jordanos, bajo paraguas de la Junta de Paz, no está ahí para proteger a los palestinos, sino para garantizar que el experimento no sea alterado por resistencias internas.

Al final, el humo que se eleva de las ruinas de Gaza no es solo el de la pólvora y el hormigón triturado. Es una fábrica de olvido. Un olvido activo, planificado, que pretende enterrar las causas de un conflicto de décadas bajo toneladas de cemento nuevo y bajo la retórica hueca de la “paz” y la “prosperidad”. La Junta de Paz de Trump y Blair no es la solución, es la culminación de un proceso de desposesión que ahora se viste con chaleco antibalas y lleva una carpeta de proyectos.

Es el intento de demostrar que un pueblo puede ser pacificado no solo con bombas, sino con contratos, algoritmos y la promesa de un futuro administrado por otros. El verdadero conflicto por Gaza ya no se libra solo entre las ruinas, se libra en las salas de juntas de esta nueva administración, donde se decide si Gaza será, por fin, un hogar para su pueblo o el laboratorio definitivo de un nuevo colonialismo, limpio, digital y, quizás, brutalmente eficiente.

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