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Trujillo: La República Dominicana 50 años después de su muerte (I)

Escrito por Debate Plural

Miguel Guerrero (El Caribe, 1-6-11)

 

El interés acerca de toda nueva o vieja versión de la llamada Era de Trujillo en la comunidad intelectual, sugiere la existencia de un sentimiento nostálgico de ese periodo funesto de nuestra historia. Aunque muchos todavía la añoren y ciertamente se trata de una etapa en el plano institucional no del todo superada, el país parece estar libre por el momento, a Dios gracias, de experiencias similares, para lo cual no existen condiciones posibles.

Hay gente todavía, lo admito, empeñada en presentarnos ese terrible periodo como un modelo ejemplar, digno de emulación. En el fondo esos osados panegiristas del trujillismo tratan con ello de justificar sus propios errores y actuaciones y las de muchos de sus parientes y allegados.

Lo del sentimiento nacionalista del tirano es una burda falsedad para enaltecer su régimen. Con frecuencia se cita la llamada “redención de la deuda pública externa”, como una manifestación de su amor por la patria y su profunda convicción nacionalista. La independencia financiera le era vital a sus propósitos de controlar todo el aparato económico de la nación. Al redimir la deuda, saldando las cuentas del país, Trujillo pasó a tener un control total y absoluto de cuanto se hacía y movía en la esfera de la actividad económica y financiera dominicana.

La creación del peso dominicano consolidó realmente su dominio del país. Con ello Trujillo agrandó su fortuna personal y eliminó toda suerte de fiscalización externa sobre la economía dominicana. A la luz de estos resultados, ¿dónde radica el nacionalismo y las bondades de esa acción?

Los nostálgicos de la tiranía, aún nos quedan muchos, apelan a ese hecho y a la circunstancia de que tras la muerte del llamado Benefactor el país ha sufrido los efectos de un creciente e irresponsable endeudamiento, como muestra de las virtudes de ese régimen. Pero esta realidad sólo muestra la incompetencia, la falta de sensibilidad social y la absoluta carencia de visión política de aquellos que han tenido después la carga de dirigir el país.

Los trujillistas citan los afectos del tirano hacia familiares, amigos y animales, como evidencia de un sentimiento de humanidad que él nunca tuvo. Otros monstruos como él guardaron capacidad para ese tipo de expresión. Trujillo no sólo amaba a sus hijos y a su madre, también a sus caballos, sus vacas y sus perros. Hitler también amaba a su perro y le acariciaba tiernamente la cabeza mientras condenaba a seis millones y medio de judíos a morir en los hornos crematorios y deparaba igual suerte a millones de alemanes y de otros países europeos de todas las creencias en sus campos de concentración. Stalin, quien amaba también a su perro, con el que jugaba en su dacha de Peredelkino, no vaciló en ordenar la muerte de su joven esposa Sveztlana y la de muchos compañeros de luchas revolucionarias.

Mientras le hablaba a su cachorro con admirable muestra de amor casi infantil, su mano implacable sellaba la suerte de más de veinte millones de seres humanos en toda la Unión Soviética, haciendo posible, a costa de mucha sangre y sufrimiento, el llamado periodo de la “colectivización”.

¿Qué prueban las escasas debilidades paternales de un ser tan inhumano como Trujillo? ¿Justifican la opresión a la que sometió al pueblo dominicano durante tres décadas? ¿Le dan sentido político o razón de Estado a los crímenes y hurtos de propiedades para su provecho personal? ¿Le confieren un sentido de racionalidad al empleo de la tortura y el asesinato de opositores? ¿Explican política e históricamente la existencia de lugares tan siniestros como La 40 y la ergástula aún más terrible del kilómetro nueve?

Con penosa frecuencia parte de la opinión pública del país se muestra abierta a aceptar estas manifestaciones de adhesión a un sistema que lo estranguló por tanto tiempo y le despojó del lugar que por derecho le hubiera correspondido en el futuro, sin detenerse a hacer las indagaciones necesarias para situar ese periodo negro de nuestro pasado en su debida dimensión histórica.

Cincuenta años después, la herencia de autoritarismo que su régimen dejó en la conciencia nacional, se resiste todavía a dar paso a nuevas formas de conducción política. Aprovechando el fracaso del liderazgo nacional para mejorar las expectativas de la población, hay gente entre nosotros interesada en retrotraernos a las peores y más crueles formas del pasado.

Hay quienes se atreven a sostener que muchos de los más atroces crímenes de entonces fueron el fruto de los excesos de sus colaboradores y no de las directrices del tirano. Tan peregrina afirmación constituye una ofensa adicional a los deudos de las víctimas de esos desmanes, muchos de los cuales, como el asesinato de las hermanas Mirabal, aún sacuden la conciencia de la sociedad dominicana.

La lealtad al recuerdo de Trujillo pregonado por muchos de sus descendientes y seguidores, algunos de los cuales siguen ocupando posiciones importantes en el país, especialmente en el área pública, es el más triste legado de aquella época.

Parecería que el fantasma de Trujillo aún ronda entre nosotros, manteniendo su presencia intangible en las formas protocolares que dominan la escena oficial, como puede verse en cada inauguración de una obra pública en cada gira presidencial por el interior o en algunas noches en el Palacio Nacional.

Se observan también en el inmenso y destructivo poder discrecional del Presidente y los funcionarios de alto y mediano nivel, en el miedo de los ciudadanos a las autoridades y en el uso descarado del patrimonio público.

Esa herencia obstaculiza nuestra marcha hacia el futuro y a la modernidad de la que tanto se nos habla. Trujillo representó un enorme retroceso, un atraso de treinta años, que aún nos cuesta superar. El autoritarismo y la intolerancia característicos de ciertos comportamientos nacionales, en la política como en la esfera privada, son elementos importantes de ese lastre histórico.

Todavía muchos dominicanos temen expresarse libremente y los organismos de seguridad infunden casi tanto miedo como entonces, haciendo a la gente cohibirse y se considere un acto de valentía la crítica al gobierno, lo cual genera en el ambiente político la insana práctica de la compra de adhesiones a través del reparto gracioso del patrimonio público, la corrupción administrativa y la odiosa autocensura, presente en ciertos ambientes periodísticos.

Trujillo representó una etapa imposible de reivindicar, a despecho de quienes tratan de justificar a través de ello sus propios errores y claudicaciones pasados. En ocasión de una conferencia en el exterior, alguien del público me preguntó cómo podría definirse la personalidad de Trujillo. Mi respuesta fue que personas que le sirvieron han tratado de crearle una imagen paternal y que Trujillo fue en cambio un tirano sanguinario y corrupto que actuó siempre con mano impiadosa contra todo asomo de oposición.

Fue un hombre incapaz de inspirar sentimientos nobles o grandes empresas nacionales, que no fueran aquellas concebidas para su propio beneficio personal. Era un megalómano que disfrutaba con la humillación de amigos y adversarios.

Una personalidad torcida en todo el sentido de la palabra. En él, a diferencia de otros tiranos de su época, los únicos métodos válidos de interpretación de la realidad, fuera política, social o económica, eran la represión y la intimidación, en cuya aplicación se le reconoció siempre verdadero virtuosismo.

Respecto a sus colaboradores y aportes al país, se ha orquestado toda una leyenda intentando justificar la sumisión existente a su alrededor, en la pretensión de que sus obras eran positivas.

Los propulsores de la fórmula de evaluación de la Era de Trujillo como buena, han tenido éxito relativo. Nada más ver cómo jóvenes sin la menor idea del terror imperante en esa etapa se hacen eco de quienes creen que entonces se estaba mejor, peregrina afirmación basada en el desorden existente después de su muerte, herencia viva de aquel régimen.
El autor es historiador y periodista

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