Marcio Veloz Maggiolo (Listin, 23-5-14)
Los recuerdos se levantan como el oleaje. Son intempestivos y deseamos perennizarlos sin ofender.
En una de mis últimas visitas a Lima junto a mi esposa Norma, y nuestros hijos e hijas Eusebio, Larissa y Nathalie, aprecié el cambio de la ciudad, su limpieza, los nuevos restaurantes y bares de Barranco y el aire limpio del Pacífico antes sucio y lleno de futuros impredecibles. No era ya la Lima de los años 80, la de los llamados “calatos”, locos y locas desnudas que deambulaban por las calles con la buena o malsana intención de colocar fuera de sus adentros los problemas atroces de su desilusión o su miseria.
Conjuntamente, ligados a un turismo intranquilo, fugaces ganapanes se te acercaban en el Jirón de la Unión, una especie de calle El Conde limeña, y aprovechaban tu descuido para tratar de robarte las prendas visibles; dos niños con periódicos enrollados, me abordaron para pedirme ayuda y uno de ellos, agachándose un poco apoyó su periódico enrollado sobre el bolsillo de mi camisa, y tirando fuerte hacia arriba pescó la pluma fuente de mis recuerdos. Lo vi huir entre el gentío; el periódico, ya “desplumado”, rodó por el suelo, y el pícaro ladronzuelo se perdió en una de las calles laterales. Fui víctima de la desaparición de la pluma marca Sheaffer que hacía tiempo mi padre me había obsequiado. La ostentaba como signo de la escritura manual que siempre utilicé y que usé durante mis primeros días de escritor con cierto temor de hacer literatura. Desde entonces los “calatos”, hijos de la miseria alentados por la locura, fueron un tema que he debido desarrollar. Por eso, al pensar en el asalto de que hubiera sido víctima el Dr. Arnaldo Espaillat Cabral, pienso aún como si el Jirón de la Unión hubiese sido algo así como el cuartel general de los mismos y de los delincuentes que buscaban entre los turistas a sus próximas víctimas.
Los “calatos” de Lima no robaban, pedían; pero si lo hacían los asaltantes de rápidas manos que, ubicados cerca de los semáforos, aprovechaban los colores paralizantes de los mismos para meter la mano, cuando por descuido llevabas los vidrios del automóvil abiertos.
Navegando en mi automóvil vi una mano sigilosa correr desde la calle por encima de mi hombro y atrapar, con casi mordida de tiburón, un valioso reloj de nuestro acompañante el doctor Arnaldo Espaillat. El conocido médico, con una rapidez hercúlea, alzó su brazo y el asaltante, en la calle, pero con medio cuerpo fuera del vehículo, sintió la repentina fuerza del doctor Espaillat quien con un halón de artista del celuloide, se zafó del intempestivo asaltante casi haciéndole caer dentro del vehículo. El caco, sorprendido, dio reversa casi en el aire y volvió a la calle sin poder desprender de la muñeca de Arnaldo, la joya. Todo ocurrió en muy pocos instantes, y vimos, al cambiar hacia la luz verde el semáforo, la huella fugaz dejada en pleno aire frío y húmedo de Lima, por el ladrón en un huida fantasmal, dejándonos envueltos en la sorpresa. “Arnaldo, casi lo metes en el carro”; el médico y amigo sonrió y continuamos el camino hacia Barranco sin un solo comentario sobre la agresión.
Vimos la exposición de cuadros callejeros y retornamos casi por la misma ruta que habíamos tomado para el habitual paseo. Arnaldo preguntó por la diferencia entre calatos y asaltantes, le explicamos que los calatos eran locos mansos y desnudos, pero no así los asaltantes. Yo pensé entonces que cada quien se desnuda a su modo: el calato se desprende de su alma para seguir viviendo, el ladrón se desprende de la suya de alguna manera para seguir robando.
Arnaldo, sé que te has retirado de los quehaceres médicos, pero te aseguro que en mi visita más reciente a la Lima que viví como diplomático, el paisaje urbano y humano ha cambiado tanto que hoy podrías caminar por las calles y visitar la tumba de José Mojica, el gran divo mexicano enterrado allí, sin que veas calatos desagradables y sin que resistas la fortaleza de una asaltante que tal vez necesitaba saber si la era de buen reloj era diferente a la del suyo, enmarcado en plástico.
Sólo que la capital peruana está tan bellamente transformada que sin calatos me sería ya difícil servirte de guía, porque como sabes hay ciudades donde los “tours” se han hecho más importantes que los deseos de un amigo de narrar la versión de muchos de los hechos “históricos” que las agencias de viaje transforman y maquillan para que el turista sienta conforme con las aventuras de un pasado que, como el nuestro, y el de tantos otros ámbitos, la que se reconstruye cada día y paga a expertos en turismo los que con su imaginación completan una historia material que cabría como entorno de algunas novelas. Sea.